lunes, 19 de febrero de 2007

Clara


Siempre se me ha tachado de ser una mujer maniática e histriónica, aunque considero que son atributos machistas que se le cuelgan a cualquier mujer que lucha por lo que quiere, de forma que no me preocupo mucho por ello. Siempre he huido de este tipo de definiciones y he dado en clasificarme como perfeccionista.
En mi opinión, últimamente estamos perdiendo muchas sanas y buenas costumbres, entre ellas el rigor por el trabajo bien hecho. Se puede decir que hay una laxitud en las costumbres que va en deterioro de todos, y sin embargo, somos pocos los que decidimos hacerle frente a la situación y proteger nuestros intereses a capa y espada.
La última ocasión en que me he visto obligada a hacerle frente a este terrible tumor que se expande en nuestra sociedad, fue en mis clases de relajación y espiritualismo.
No hace mucho que decidí darle un vuelco más espiritual a mi vida, por lo que me apunté a las ya mencionadas clases orientalistas, que se basan en la unión de diferentes disciplinas.
La clase, compuesta por 20 personas, se divide en cada sesión en 5 grupos, con lo que se trata de que aprendamos a trabajar en equipo con todo tipo de gente, aceptando las diferencias del otro como algo normal y aprendiendo a ser más indultivos con los demás. Para que esta metodología sea efectiva es importante que los grupos no sean siempre los mismos, y las personas vayan rotando de uno a otro.
No dudaré en decir que si el experimento a surtido efecto en alguna medida ha sido sin duda gracias a mí, aunque dudo mucho que lo halla hecho dada la borreguez de mis compañeros, que no han dudado un momento en subordinar los intereses de la clase a sus caprichos personales.
Ya en la primera clase empezaron a formarse las “minipandis” entre aquellos que se conocían de antes. Éstos fueron expandiendo sus redes de influencia para formar grupos más amplios en función de afinidades personales, de forma que en poco tiempo los grupos estaban casi cerrados y la estructuración de la clase era igual día tras día, lección tras lección.
Lo que más me mosqueaba era que al monitor, la supuesta persona encarga de que las normas se cumpliesen en beneficio del grupo, parecía no importarle. ¿Pero cómo? Es que acaso no se atrevía a enfrentarse al grupo, ¿tenía miedo o era un impostor al que las normas no le importaban y por tanto estaba desarrollando una actividad terrorista contra el mismo?
Era obvio que no me podía encarar con él, de modo que empecé a boicotear la reestructuración de la clase que habían hecho mis compañeros para que al menos yo sí cumpliese con todos los objetivos marcados.
Empecé a llegar cinco minutos antes cada día para ocupar el puesto que me viniese en gana en esa ocasión, de esa forma me introducía en un grupo diferente cada día, consiguiendo mis objetivos al tiempo que desconcertaba a aquellos que no tenían ningún interés en la clase.
Las miradas se cruzaban e incluso alguna cara de resignación, pero yo permanecía ajena a todo ello. Con mi mejor sonrisa me dirigía a todos los miembros de mi nuevo grupo animándoles a la realizar la actividad mejor que ningún otro. Nunca se podría decir que no tenía interés en el desarrollo de la clase y la participación en el equipo.
Hubo algunos componentes que se resistieron un poco a que mi aprendizaje fuera lo mejor posible, incluso alguno empezó a llegar más pronto por si este día le tocaba a él quedarse fuera, sin embargo, finalmente he conseguido que todos acepten que al menos yo voy a cumplir las normas y de esta forma mi curso será más válido que el de ningún otro, ya que yo seré la única que halla alcanzado los objetivos en su plenitud.
El perfeccionamiento sólo se consigue con rigor, así que ante la pregunta de si es usted rigurosa respondería claramente que sí. La exactitud, la rigurosidad, el perfeccionamiento forman parte de mi doctrina desde bien niña.
Me crié en un internado de monjas, un lugar privilegiado para la educación de una niña. Aunque reconozco que siempre fui de las preferidas, también tuve mis más y mis menos con alguna que otra religiosa que trataba de degradarme al nivel medio de clase. Las novatas no lo entendían, sin embargo, las hermanas de mayor edad intentaban potenciar mis capacidades y no me reñían cuando de noche, al apagar la luz, sacaba mi pequeña linterna y estudiaba a escondidas entre las sábanas.
Aquellos momentos los recuerdo especialmente excitantes, una mezcla de sentimientos se agitaba en mí de forma casi incontrolada. El miedo ante la captura “in fraganti” daba lugar a una satisfacción doble, de un lado la superioridad que manifestaba ante las monjas, que en sólo una ocasión lograron castigarme con “motivos suficientes”, y de otra la que manifestaba ante la clase, mis compañeras, que por mucho que se empeñaran nunca lograrían alcanzar el adelanto intelectual que había provocado en mí el profundizar a diario en todas las materias. Aunque lo mejor era pensar en ese momento que se materializaba mínimo una vez a la semana, y en que la Señorita Hermafrodita (curioso nombre para una doncella tan pulcra) dejaba a la clase resolviendo problemas y se acercaba a mí para hablar cara a cara de asuntos de mujeres, sabedora de que mi elevado intelecto me situaban en pie de igualdad con otra mujer de más edad y más experiencia, quizás lo único que me faltaba.
Siempre recordaré aquellos preciosos momentos con Herma, la mujer con la que empecé a compartir la vida, las ilusiones, los sueños

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